Acompaña a Luis Tarullo:
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Después de un extensísimo paréntesis jurídico-político en el que quedó entre signos de interrogación el principio de la urgencia institucional, la Corte Suprema dio contenido al per saltum solicitado por los camaristas federales Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi para permanecer en sus cargos, en los que fueron ubicados por el Gobierno de Mauricio Macri y removidos por el actual. Como suele ser costumbre, la Corte emitió una resolución de las llamadas “salomónicas”, con las que se pretende conformar a los diversos sectores en pugna, algo que la Historia ha mostrado que fue posible muy pocas veces. Con los votos de los jueces que integran el grupo llamado “peronista” (Ricardo Lorenzetti, Horacio Rosatti y Juan Carlos Maqueda), a los que se sumó la magistrada Elena Highton de Nolasco y se opuso Carlos Rosenkrantz, el máximo tribunal dispuso que Bruglia y Bertuzzi permanezcan en sus cargos con un límite de tiempo que tampoco tiene límites, aunque prima facie suene contradictorio. Es que los miembros de la Corte establecieron que esa permanencia se extenderá hasta que a través de un nuevo concurso que debe recorrer el Consejo de la Magistratura, el Poder Ejecutivo y el Senado sean elegidos los titulares de esos lugares en la Cámara Federal porteña. Que podrían ser, además, los mismos jueces cuyo futuro está en danza si deciden presentar sus pliegos.
La demora en la resolución momentánea de este tema no tiene que ver con dudas o enfrentamientos de los jueces cortesanos, aunque se hable de discusiones y debates elevados de tono, sino con la lectura política y los tiempos que se toman al respecto cuando están en juego intereses sensibles para el poder. En el medio de esta espera ocurrieron y ocurren varios hechos concurrentes, entre ellos varios relacionados con la confirmación o no de los jueces trasladados por el macrismo a otros tribunales sin pasar por el Senado. Entre esos episodios más salientes puede anotarse la confirmación de dos juezas que tienen competencia electoral en Chaco y Misiones, posiciones estratégicas habida cuenta de la injerencia fundamental que tienen en los actos pre y post comiciales. De la decena de traslados objetados entonces quedan alrededor de media docena, y uno de ellos tiene significativa trascendencia: es el caso de Eduardo Farah, quien se sumó a la Cámara Federal porteña durante el anterior período peronista-kirchnerista y pidió un traslado cuando estaba apuntado por el macrismo, después de haber avalado la liberación del empresario Cristóbal López.
Lo notorio es que el oficialismo puede hacer una maniobra que, si no se la analiza en su totalidad, puede llamar a confusión: el Senado podría dar por tierra con el traslado de Farah pero entonces el magistrado debe volver a su tribunal de origen. O sea, la Cámara Federal. Y retornaría así un hombre de confianza para el actual Gobierno. Pero especulaciones al margen, lo concreto es que la justicia no para de moverse de acuerdo a los tiempos políticos, pese a la grandilocuencia de las palabras que se escuchan desde ambos lados de la grieta exaltando, con sus propios argumentos, sus planes o posiciones acerca de lo que deberían ser los tribunales de todos los fueros y jurisdicciones.
Que el sector político, de cualquier signo, quiere siempre tener de su lado a la justicia no es ninguna novedad en la Argentina. Pero jueces, fiscales y demás funcionarios de ese poder no hacen demasiado esfuerzo para sacarse el sayo de encima. Obviamente que es una simplificación meter a todos en la misma bolsa, pero se sabe que, en muchas ocasiones, por un puñado paga el resto. El Poder Judicial no es la excepción. Y así se suceden periódicamente episodios que indudablemente abonan la realidad palpable de la judicialización de la política y la politización de la justicia. A las demoras de la Corte Suprema, se suma que la reforma judicial que impulsa el Gobierno aún está en un cono de sombras, aunque se envían mensajes acerca de supuestos avances en sus planes y proyectos. Y como si fuera poco, en el camino de cada iniciativa se interponen intereses sectoriales y partidarios que se transforman en complicados satélites que amenazan a cada momento con producir daños colaterales. Como las manifestaciones de la reaparecida Elisa Carrió, que apoyó la idea del presidente Alberto Fernández de lograr el nombramiento del juez Daniel Rafecas como Procurador General, o sea jefe de los fiscales. Pero como nadie da puntada sin hilo (o sin nudo, si se prefiere), la generosidad de Carrió no puede interpretarse como sorpresiva, pues apunta también a marcar la cancha en la alianza Juntos por el Cambio, que como muchas otras ella construyó (sola o en sociedad) pero también amenaza con hacer estallar. Y también atina a profundizar otra grieta, en este caso la que existe entre Fernández y la vicepresidenta Cristina Kirchner. Por eso aparecieron, en una indudable reacción a lo que interpretan algunos como una emboscada de Carrió, nuevos debates promovidos por el oficialismo en cuanto a la mayoría legislativa necesaria para nombrar al Procurador y los plazos para el mandato de ese funcionario, que tendrá un protagonismo más importante que el actual, ya que se prevé el pase generalizado al sistema acusatorio, o sea a manos de los fiscales. En el medio también hay otros movimientos y la reactivación o aceleración de causas que tenían otra impronta cuando aún no estaba el Gobierno del Frente de Todos. Por ejemplo, el avance del caso del hundimiento del ARA San Juan, en el que, después de haber quedado afuera de las acusaciones el expresidente Mauricio Macri y el exministro de Defensa Oscar Aguad, se promueve ahora su reingreso al área de los imputados. También la negativa de una jueza a la reapertura de una investigación por presunto enriquecimiento ilícito sobre la expresidenta Kirchner, la vergüenza nacional de que recién esté en camino de resolverse uno de los juicios por el atentado a la AMIA después de 26 años de ocurrido el ataque terrorista y el comienzo el año que viene, también un cuarto de siglo después, del juicio por la voladura de la fábrica militar de Río Tercero. Los jueces y fiscales argumentan las razones por las que toman tal o cual decisión en sus resoluciones y dictámenes. Y hay que leer con mucho detenimiento para descifrar si están estrictamente ajustados a la ley. A priori debe entenderse que sí, pues en caso contrario estarían ingresando en el terreno del prevaricato, o sea fallar contra derecho. Sería un acto directo de autoflagelación. Pero lo que nadie puede negar, sin necesidad de entreverarse en el análisis de los fallos y los códigos, es que el viento político y sus variaciones siguen encargándose de mantener quietas o mover hacia uno u otro lado las fojas de los expedientes, que en no pocos casos muestran un color excesivamente sepia.
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