LEY 1420 DE ENSEÑANZA UNIVERSAL, OBLIGATORIA, GRATUITA Y LAICA- Yayo Hourmilougue-

El 26 de junio de 1884 el Congreso Nacional sancionó la Ley 1.420, llamada de Educación Común, que reguló la enseñanza universal, obligatoria, gratuita y laica en el país.

Por esos días, la elite gobernante —conocida como Generación del 80— impulsaba reformas en distintos ámbitos que apuntaban a modernizar el Estado y ampliar y reasumir algunas funciones que la Iglesia venía ejerciendo desde la época colonial. La educación religiosa, una cuestión medular y sensible, formaba parte de esa agenda que solía enfrentar al gobierno con la cúpula eclesiástica. El debate giraba en torno a posturas y visiones opuestas que sostenían el oficialismo y referentes de peso de los sectores confesionales de la época.

En ambos bordes de la grieta revistaban intelectuales de alto vuelo, capaces de sostener con erudición sus respectivas posiciones, como José Manuel Estrada y Pedro Goyena por el lado de los católicos y el expresidente Domingo F. Sarmiento y el ministro Eduardo Wilde, entre otros, por el de los laicistas. Los epítetos estaban a la orden del día: “Sacristanes”, les espetaban a los primeros; “Masones”, replicaban desde la otra orilla para estigmatizar a los segundos, siendo frecuente, que los cruces verbales subieran de tono y terminaran a bastonazos y pedradas. El conflicto antedicho había quedado expuesto en el Congreso Pedagógico Internacional que sesionó en 1882, provocando el retiro de los congresales que postulaban la educación religiosa.

Más allá de este contrapunto, se requería una férrea voluntad política para tornar operativo el propósito de extender la educación a toda la población, que sólo se pudo concretar de modo incipiente durante las presidencias de Sarmiento y Nicolás Avellaneda.

Ese mismo año, 1882, el Poder Ejecutivo elevó el proyecto al Congreso que, dos años después, tras un acalorado debate parlamentario, se convirtió en la Ley 1.420, de Educación Común, promulgada el 8 de julio de 1884 por el presidente Julio Argentino Roca. La sanción estuvo precedida de una encendida disputa entre partidarios de gobierno y clero que derivó en el despido del nuncio papal Luis Mattera y en la interrupción de las relaciones del gobierno argentino con la Santa Sede durante los dieciséis años siguientes.

La ley establecía que todos los niños y niñas de 6 a 14 años debían recibir una educación primaria, consistente en siete años de escolaridad, sin distinción de clase, género, etnia ni credo, a la vez que imponía sanciones para los padres que no enviasen a sus hijos al colegio, promovía la educación rural y de adultos y eliminaba entre otras disposiciones, los castigos corporales.

La norma contemplaba la posibilidad de impartir enseñanza religiosa, aunque “sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión, y antes o después de las horas de clase”.

A esa primera hora corresponde el aporte de las maestras norteamericanas que, a instancias de Sarmiento —sorteando obstáculos de toda clase— apuntalaron las escuelas normales que brotaron a lo largo y ancho del país, convertidas en verdaderas fábricas de maestras y maestros, basamento de lo que prontamente se convirtió en el sistema educativo más avanzado de Sudamérica.

La Ley de Educación Común marcó un antes y un después en la materia, estableciendo la enseñanza universal, obligatoria, gratuita y laica en todo el país. La norma consolidó el impulso dado durante las presidencias de Sarmiento y Nicolás Avellaneda a la educación pública, concebida como responsabilidad primaria del Estado. Además de alfabetizar a mansalva en la nación en ciernes, donde sólo una minoría accedía a ese privilegio, facilitó la integración de inmigrantes y la promoción social de vastos sectores excluidos hasta ese momento.

En 1869 había 82.000 alumnos y 247.000 en 1895, según datos censales.

En las décadas siguientes, el sistema educativo propiciado por aquella ley fundacional ganó legítimo prestigio en toda Sudamérica; fue motor de crecimiento personal y colectivo de los argentinos y facilitó la construcción de una sociedad inclusiva y homogénea.

Sin embargo, esa realidad virtuosa pertenece al pasado, es casi una añoranza. Hace tiempo ya que el brillo de nuestro sistema educativo quedó en el camino y es hora de revisarlo en profundidad.

Solo una nueva síntesis, sostenida por una amplia voluntad política, desprovista de prejuicios y ajustada a las necesidades de la hora, devolverá a los argentinos los enormes beneficios que sólo la educación es capaz de brindar a los pueblos libres.

Autor y Crédito:

Esteban Dómina  de su muro de Facebook.

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