Acompaña a Luis Tarullo:
«Homo homini lupus» -el «hombre es lobo del hombre»- fue la definición que inmortalizó el comediógrafo Plauto en su obra «Asinaria» y que siglos después rescató e hizo recorrer el mundo el filósofo inglés Thomas Hobbes.
No caben dudas de que el hombre sigue siendo su propio victimario, y uno de los ámbitos en el que mejor desarrolla su voracidad es el mundo del trabajo, donde las víctimas más endebles son los niños, virtualmente esclavizados en muchos puntos del planeta.
Desde los organismos internacionales se elevan voces contra este mal y se promueven acciones para tratar de terminar con el trabajo infantil en pocos años más, pero evidentemente ese objetivo continúa siendo una utopía.
En la Argentina hay organizaciones que trabajan en pos de ese fin, y una de ellas, la Unión Ladrillera (UOLRA), el sindicato de los trabajadores del sector, fue recibida y reconocida recientemente por el embajador de Estados Unidos, Marc Stanley. La UOLRA está nominada para el «Iqbal Masih Award».
¿Quién fue Iqbal Masih? Era un niño paquistaní que tenía solamente cuatro años cuando su padre lo entregó a una fábrica de alfombras de Punjab, en el límite con India, a cambio de un préstamo para pagar la boda de su hijo mayor, Aslam.
Esa práctica era habitual y tanto Iqbal como su hermano Patras debían «colaborar» para que Aslam pudiera construir su casa o comprar tierras antes de casarse.
Pero la cuestión es que no era un simple trabajo: los dueños de las fábricas recuperaban el dinero prestado descontando una parte del salario mensual acordado con sus obreros esclavos, o con su familia en el caso de menores.
Pero los intereses usurarios convertían al sistema en un círculo vicioso, por lo cual las familias volvían a renovar el préstamo y nunca terminaban de pagar la deuda, la cual, por el contrario, crecía. Y los niños debían seguir trabajando como esclavos, hasta 12 horas por día.
A esa situación llegó Iqbal en 1987, mientras la deuda ascendía a 13.000 rupias en 1992, que a cotización de hoy serían unos 55 dólares, una fortuna para los humildes de esa sociedad.
Pero el chico conoció a Ehsan Khan, un activista de derechos humanos y luchador contra el trabajo esclavo, quien creó el Bhatta Mazdoor Mahaz (Frente de los trabajadores de ladrillos), ya que ese rubro era uno de los focos de esclavitud laboral, donde trabajaban familias enteras con sus hijos de solo cuatro o cinco años.
A partir de 1993 Iqbal se transformó en un líder que denunciaba esas condiciones laborales y empezó a ser escuchado más allá de las fronteras de Pakistán. En 1992 ese país había firmado la Convención contra el trabajo infantil, pero igual seguía practicándose esa modalidad.
Iqbal se transformó entonces en una molestia, recibió amenazas de muerte, pero rechazó custodia policial y se negó a mudarse de ciudad.
En 1994 Iqbal recibió el «Premio Reebok a la juventud en acción», pero la paradoja consistió en que era reconocido por una empresa, como tantas otras, señalada por la presunta utilización de mano de obra infantil.
Al año siguiente, el 16 de abril, el niño que había sido esclavo en el pleno XX y que había comentado que quería ser abogado, fue asesinado de un balazo mientras iba en su bicicleta.
Iqbal, quien era católico en un país de mayoría musulmana, había participado en la Misa de Domingo de Resurrección. Llevaba en su morral una Biblia y un libro sobre la Pascua, con una imagen de Jesús. Las acusaciones recayeron en la «mafia de las alfombras». Iqbal tenía apenas 12 años.
En el año 2000 se otorgó el «Premio de los Niños del Mundo» por primera vez y de manera póstuma se le concedió a Iqbal Masih. Después se instituyó el reconocimiento con su nombre. Pero todo llegó tarde. Iqbal, aunque transformado en símbolo, había sido ejecutado. Y su lucha, como la de tantos otros, aún es insuficiente.
Son millones los niños y niñas que trabajan y que en muchos casos siguen siendo esclavos, ya casi pasado un cuarto del siglo XXI. Un siglo en el que en este y muchos otros ámbitos el hombre continúa siendo el lobo del hombre.
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