Que casi 800 millones de personas en el mundo pasen hambre y de ellas unos 200 sean niñas y niños menores de cinco años es uno de los peores horrores de la humanidad. Las cifras varían anualmente, pero de 2021 a 2022 hubo un aumento considerable y se calcula que unos 600 millones de personas –o más- padecerán subalimentación crónica en 2030.
Casi el 30% de los 8.000 millones de habitantes del planeta sufría en 2022 alguna inseguridad alimentaria moderada o grave y unos 900 millones sufrían inseguridad alimentaria grave.
Este flagelo afecta principalmente a mujeres y habitantes de zonas rurales. Y en cuanto a los infantes casi 150 millones de niños y niñas menores de cinco años padecían retraso del crecimiento, 45 millones sufrían emaciación (malnutrición) y 37 millones tenían sobrepeso, también por la mala alimentación.
El drama se observa todos los días, pero se ve con mayor nitidez en determinadas ocasiones, y especialmente en celebraciones en las cuales la comida ocupa un lugar central y en las cuales mucha gente muestra su bienestar y hay quienes hasta ostentan prosperidad.
La Nochebuena y la Navidad son fecha propicia para notar ese contraste y para tomar conciencia del sufrimiento de muchos congéneres, de los cuales muchos también están condenados a un destino de marginación permanente que incluye hasta la inevitable desaparición física.
Monseñor Jorge Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo, extitular de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, alzó la voz para alertar que “la grave crisis económica y social que estamos atravesando ha incrementado la angustia en numerosos hogares” y que “cada vez se deteriora más la alimentación de los niños y ancianos, los más duramente golpeados”.
“Vivimos en un tiempo competitivo, en el cual se valora a los más fuertes y a los ganadores; las apariencias ocupan el primer lugar, aunque todos sabemos que engañan”, advirtió.
Y trascartón avisó: “Son dejados de lado los más débiles y vulnerables” y que “cuesta promover actitudes que logren una sociedad en la cual haya espacio para todas las personas, respetando su edad y condición”.
“¡Cómo luchan y trabajan hombres y mujeres que se organizan para asistir a quienes tienen capacidades diferentes o disminuidas! ¡Cuánto dolor ante la exclusión de migrantes, adictos, personas de la diversidad sexual! ¡Cuánta naturalización de la pobreza!”, planteó.
Luego de exhortar a “no mirar para otro lado ante el impacto de la crisis sobre tantas familias”, sostuvo que “el panorama es particularmente devastador”.
“A muchos de ellos se los ignora e invisibiliza, es como si no existieran. Viven hacinados en condiciones muy precarias, expuestos a diversas formas de esclavitud. Migrantes, adictos, excluidos”, advirtió.
El prelado hizo una analogía con el nacimiento de Jesús y cuando lo envolvieron con pañales, resaltando la fragilidad de un bebé y la necesidad de protegerlo y cuidarlo. Por ello destacó que “la Navidad es un tiempo para soñar en nuestras fragilidades tratadas con ternura”, para “transformar nuestras vidas, nuestras mesas, nuestros entornos en pesebres que sepan abrigar”.
Y que “la Navidad soñada por Dios no es un acontecimiento naif, sino atravesada por el realismo de la debilidad”.
Una debilidad de millones de personas, provocada por un sector mucho menor de personas, pero con más poder que aquellas descartadas y lanzadas a los arrabales de la humanidad y, por supuesto, de la historia que se está escribiendo y la futura.
El mensaje, como tantos otros, está dirigido precisamente a esos poderosos -pero también a los no tan poderosos aunque insensibles, codiciosos e individualistas-, quienes tienen la potestad para recomponer lo que han contribuido a romper.
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