La Justicia argentina debe ser una de las instituciones más morosas en cuanto a la realización de cambios que la doten de agilidad y equidad, algo que suena contradictorio pero es real en un país donde lo anormal es lo más normal del mundo.
Cada gobierno ha impulsado su “reforma judicial”, que al final solo fue maquillaje para enmascarar el objetivo de tener magistrados adictos al poder de turno.
Para muestra alcanzan dos o tres botones. Desde la reforma constitucional de 1994, se destaca la creación del Consejo de la Magistratura, cuyo objetivo fue dotar de independencia la selección de jueces y las eventuales sanciones que podrían caberle a aquellos que se apartan de la ley.
Después se concretó la modificación y unificación de los códigos Civil y Comercial, pero con un retraso más que impresionante, con lo cual quedó el consuelo de “más vale tarde que nunca”.
Los códigos Penal y Procesal también fueron “víctimas” de parches permanentes según los cíclicos acontecimientos, especialmente ante los periódicos rebrotes de inseguridad.
Más acá en el tiempo se dispuso el sistema acusatorio, con decidido protagonismo del Ministerio Público, pero su extensión por todo el territorio nacional avanza a un ritmo más lento que el necesario.
De los juicios por jurado mejor no hablar, porque ya transcurrido un quinto del Siglo XXI la ciudadanía se sigue maravillando con los tribunales ciudadanos que mira en las series televisivas, mientras en la realidad solo un puñado minúsculo de provincias lo ha instaurado.
Y ni hablar de los subterfugios, atajos o vados que utilizan aquellos jueces que están en la mira del juicio político y su potencial destitución, quienes para salvar la ropa (y sus beneficios jubilatorios, por ejemplo) renuncian antes de que les caiga la guillotina de un jury. El dato adicional preocupante es que los gobiernos les aceptan las dimisiones y después esos señores sospechados de estar reñidos con la ley se van a sus casas y los juicios que eventualmente se les sustancian ya como “civiles” comunes y corrientes suelen dormir el injusto sueño de los justos.
También sueñe ser irritante el tema del acceso a la justicia, en la que la digitalización viene caminando de manera cansina y, paradójicamente, una pandemia como la del coronavirus le da impulso a ciertos aspectos del sistema. Pero no mucho más que eso, porque es vergonzosa la escasez de plataformas y de virtudes técnicas (en un mundo dominado por la tecnología e interconectado a ultranza) para reanudar o agilizar juicios de interés institucional, como aquellos en los que están acusados ex funcionarios imputados de mal manejo de los dineros de todo el pueblo.
El aspecto de los privilegios y las obligaciones de los funcionarios de la Justicia respecto de los ciudadanos de a pie es exasperante también. El gobierno anterior dio un modesto paso al disponer que paguen Impuesto a las Ganancias los nuevos jueces y fiscales desde hace un par de años, pero mientras, durante décadas, los señores de la toga evitaron pagar ese tributo que para mucha gente tiene características de exacción.
Y la actual administración reformó el esquema de cálculo de las jubilaciones del sector para adaptarlo al resto de los “beneficiarios” del sistema previsional, pero aún tiene pendiente la promesa de los cambios de fondo que, según lo que se viene anunciando, van a ser estudiados por una comisión de expertos que se espera sea lo suficientemente amplia y multicolor como para promover modificaciones efectivas y equitativas.
Quizás muchos no tengan conciencia de que la Justicia es el poder más importante para una sociedad, ya que, como lo indica el símbolo de la señora de ojos vendados, establece equilibrio en las comunidades y debería resolver desde el mínimo diferendo hasta aquellos conflictos en los que va a la propia vida de las personas.
De hecho, la Justicia rige desde el momento de la concepción hasta incluso después de la muerte. Por ejemplo, cuando falla sobre un sistema de gestación asistido o un aborto, hasta cuando dirime sobre una herencia.
No hay que olvidar, vale reiterarlo, que las leyes que les permiten a los propios tribunales impartir justicia e incluso establecer parámetros diferenciales en su propio beneficio son creadas por el otro poder que también suele ser moroso: el Legislativo. Y que los Ejecutivos no les van en zaga a la hora de proponer esos cambios imprescindibles.
Por ello siguen vigentes principios tan elementales pero a la vez tan certeros, como aquello de que “cuando la Justicia es lenta o inequitativa, no es Justicia”. Y también aquellas apelaciones necesarias, como la del Deuteronomio: «Justicia, justicia perseguirás».