En medio de este recorte preventivo sanitario de nuestras alas, e impulsados por esa mezcla de raíces que nos moldea un carácter especial y distintivo, una cadena de situaciones sorprendentes, noveles y hasta graciosas si no fuera por las complicaciones que acarrean, nos han traído escenarios de la vida consorcial emparentados al vodevil.
Como en este género de comedia teatral, la diversidad de actores principales y secundarios, protagonizaron casos donde hubo resoluciones apresuradas que revelan impaciencia por el encierro y carencia de sentido común que llevaron a incurrir en errores que, de alguna forma, el Consorcio habrá de pagar o enmendarlos mediante carga económica totalmente evitable.
Uno de ellos, ocurrido en un edificio de un barrio ubicado en el centro geográfico de la Ciudad, protagonizado por un encargado enamorado y un administrador distraído del hecho, en los papeles principales. El primero, un trabajador con vivienda, treinta años de servicio incondicional en el inmueble, casado y padre de tres hijos. Laburante esencial.
El trabajador en cuestión cayó en los brazos de una señorita más joven que su esposa, y a poco de iniciada la cuarentena, abandonó el hogar conyugal al igual que sus obligaciones laborales. Justificando su sostenida ausencia en el padecimiento de un persistente dolor de rodillas que le impedía volver a la rutina laboral.
El administrador, un hombre entrado en años, y también con un prolongado tiempo como mandatario del Consorcio, soslayó la situación y luego, alegando cansancio por la presión de los propietarios por la incomparecencia del encargado, renunció. Pero de palabra. Pícaro.
Un nuevo administrador apareció en escena, contratado por un grupo minoritario de propietarios, sin contar con una dimisión formal, escrita y aprobada del anterior, y fundamentalmente, sin considerar el tema en Asamblea ni siquiera virtual. Por lo cual, la totalidad de los vecinos no emitió opinión ni dio conformidad a la decisión.
Una resolución producto de la intranquilidad, donde los preocupados propietarios no atinaron en consultar a un especialista que los orientara porque más temprano que tarde, les traerá aparejado un dolor de cabeza. Imaginemos.
Ese edificio hoy tiene dos administradores. El formal que no quiere continuar pero que no elevó su renuncia, y otro que sin estar designado legalmente por Asamblea puso manos a la obra, con un intento de desalojar por usurpación de la vivienda a la esposa e hijos del trabajador, sin haber resuelto el vínculo laboral con el impío.
Ambos bien pueden reclamar sus honorarios en forma superpuesta y simultánea. Un doble gasto que, en el mejor de los casos, deberá asumir el Consorcio.
A la hora de definir la situación del encargado romántico – que parecería se pasea por el barrio con la nueva damisela sin exhibir molestia alguna para caminar -¿quién de los dos administradores debería formalizar las presentaciones legales frente a los organismos pertinentes?
El pago de sueldos, servicios y a proveedores ¿cuál de los dos lo hará? Simple. El administrador que fue votado por la totalidad de los propietarios y consta en el Libro de Actas. El que tiene la firma para manejar los fondos de la cuenta consorcio según Acta formal de designación. Lo dice el refrán: el diablo, sabe por diablo, pero más sabe por viejo.
Por donde se lo mire, son situaciones reiteradas que, junto a las protestas por la liberación protocolizada de los espacios comunes convierten un edificio en una caldera.
Sólo la aplicación del sentido común y el respeto a la pirámide consorcial – Asamblea como máximo órgano de resolución – podrá evitar futuros daños económicos y legales debido a esa insana costumbre de decidir siendo legos en la materia. Buñueleros, a tus buñuelos.
Crédito Imagen Vaya Lista
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