Acompaña a Luis Tarullo:
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Lejos quedó aquel 1983 en el que, aunque el peronismo perdió a manos de la UCR y el fenómeno que significó Raúl Alfonsín en la recuperación de la democracia, el sindicalismo tuvo un importante porcentaje de las bancas justicialistas en la Cámara de Diputados de la Nación, más de una veintena sobre el total del cuerpo legislativo.
En aquella ocasión el petrolero Diego Ibáñez, carne y uña con Lorenzo Miguel, fue patrón y sota del bloque del PJ hasta que pocos años después, con la aparición de la Renovación Peronista de la mano de Antonio Cafiero, el entonces joven mendocino José Luis Manzano comandó una bancada paralela que fue ganando espacio hasta prácticamente disolver a la ortodoxia del PJ y a los representantes gremiales.
No obstante, ese período sirvió para que el sindicalismo marcara hitos como para hacer naufragar apenas pretendió zarpar la ley de reforma gremial que Alfonsín prohijó con el ministro de Trabajo Antonio Mucci. En el Senado, aunque no había muchos legisladores gremiales, los protoperonistas hermanos Sapag, del MPN, hicieron causa común y le dieron el mandoble final a aquella iniciativa que jamás volvió a salir de puerto.
Hubo eras posteriores en las que el gremialismo trató y logró apenas a medias tener presencia parlamentaria, pero jamás en los niveles en los que la tuvo en aquella primavera democrática.
Esa decadencia fue ahondándose de la mano de la desaparición de los grandes caciques que armaban las listas a gusto y placer, incluso las del PJ partidario.
Mito o no, cuenta la historia que Lorenzo Miguel solía pasar por detrás de colaboradores que, aporreando las viejas máquinas de escribir en el búnker de la UOM de la entonces calle Cangallo, después Perón, en pleno centro porteño, escribían los nombres de los candidatos con copias con papel carbónico.
El caudillo se detenía de a ratos y por detrás del hombro aprobaba o modificaba. «Este sí, este no, subí a este, bajá a este…». Y así funcionaba. También de esa manera se realizaba la mayoría de los congresos partidarios y sindicales. Pero no es cuestión de desgarrarse las vestiduras, pues esta mecánica no era ni es patrimonio del PJ.
Con más prolijidad, sin dudas, la UCR y otros partidos y organizaciones menores apelaban a las mismas artimañas, «roscas» mediante, y las asambleas y congresos finales son los corolarios de acuerdos o el triunfo de los más fuertes en la pulseada interna.
Lo concreto es que en la actualidad los sindicalistas andan penando por algunos pocos lugares en las listas de candidatos con particularidades que ahondan su padecer. Por ejemplo, se muestran unidos en la acción, pero siguen separados en varias centrales sindicales que denotan sus históricas diferencias ideológicas, más allá de que digan que abrevan en el peronismo. Además, hay otros actores, como los representantes de los movimientos sociales, que han ganado protagonismo e incluso participación en los gobiernos de signo justicialista.
Todos quieren su espacio en una banca en las legislaturas de todas las jurisdicciones y aunque traten de mostrarse pacíficos y dialoguistas andan a los codazos por esos sitiales, que evidentemente son pocos.
Encima, en el caso del sindicalismo aglutinado en la CGT, todo lugar obtenido significará ganar espacio en la central, habida cuenta de que se vienen tiempos de renovación, de reorganización y de posible nuevo unicato en la conducción, después de tanto tiempo de triunviratos y binomios que, por los intereses en juego de cada sector, suelen anteponer la parálisis a la acción. Al fin, todo es expectación moderadísima en el mundo gremial, donde la única certeza existente desde hace largo rato es que aquel tercio que alguna vez les otorgó Perón en el poder (junto a las ramas política y femenina) sólo existe en los libros de historia.
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