Acompaña a Luis Tarullo:
La Iglesia católica está elevando con más frecuencia su voz de advertencia sobre los males sociales de la Argentina, a veces de manera directa, otras desde el mensaje del Evangelio. Pero, de cualquier forma, cada día es más abarcadora y enciende luces amarillas la multiplicidad de temas.
Las voces se escuchan desde varios rincones del país, o sea desde diversas diócesis que tienen problemas comunes o en las cuales hay dramas que trascienden sobre otros. Sin embargo, la pobreza, el desempleo, la inseguridad y la decadencia moral forman una cadena que se muestra pavorosamente indestructible en toda la geografía del país.
El jefe del Episcopado, monseñor Oscar Ojea, puso un paraguas días pasados apuntando a quienes tienen las mayores responsabilidades, advirtiendo que está imperando «una lógica que está basada en la competencia, en la rivalidad y que no vacila en emplear cualquier método como el chantaje o la manipulación de la conciencia para ganar poder».
Alertó que a esa lógica «no le importa el odio que siembre: lo que importa es llegar al poder, tener poder con todo lo que esto significa de cómo uno es mirado y de cómo uno es enaltecido».
Después, en un contexto profundamente conmovido por el asesinato de Lucas González por parte de un grupo de policías, el obispo de Quilmes, monseñor Carlos Tissera, condenó «la violencia institucional que se ensaña con los más desprotegidos y la desigualdad cada vez más marcada y la corrupción que se anida en amplios espacios de poder».
Otra vez el poder en boca de un prelado, y otra vez el poder cuestionado por su relación con la ilegalidad, con las aristas más oscuras que mancillan a la sociedad.
Trascartón, Tissera abrió un espeluznante abanico: «La pobreza duele, la falta de trabajo angustia, la enfermedad sigue siendo una preocupación, la inseguridad cunde y golpea fuerte». Y como si fuera poco fue al hueso institucional: «La democracia es entorpecida por oscuros intereses, la ambición de los poderosos es cada vez más inescrupulosa».
También reivindicó las voces de «las víctimas de la trata de personas, vergonzosa forma de esclavitud; los migrantes, porque queremos marchar hacia un ‘nosotros’ cada vez más grande; los enfermos sin atención o deficiente cuidado; los que no tienen lo suficiente para alimentarse cada día dignamente y deben mendigar el pan por nuestras calles de diversas maneras; los que luchan con el consumo problemático de diversas sustancias, que minan la vida que crece en nuestras familias, en nuestros barrios; los que no tienen tierra, techo ni trabajo».
Sin hesitar, sostuvo que las «tres T» (tierra, techo y trabajo) son derechos «sagrados» y que «la pandemia con sus consecuencias en la economía ha agravado la situación de las familias que se han empobrecido».
De todas maneras, intentó enviar algunas palabras con algunos rayos de luz, recordando al obispo Jorge Novak y su obra, y dijo que «hay esperanza, porque todavía quedan funcionarios y profesionales honestos».
Y así, en pocos días, otro obispo, el de Concepción de Tucumán, monseñor José Díaz, aprovechó el comienzo de las fiestas patronales en honor de la Inmaculada para advertir que el país vive «un presente difícil y muy complejo». Y alertó que «nuestra crisis no es solo de tipo económico y social, es una crisis espiritual y moral profunda que, a su vez, da lugar al crecimiento de la cizaña que se nutre sobre todo de la confusión reinante”.
Por ello dijo que «nuestra mirada no puede quedarse en los fenómenos superficiales, necesitamos mirar más profundo». Y exhortó a «tener una mirada confiada y llena de fe» pues «una fe renovada se traduce en una esperanza nueva, una encendida caridad”.
Quizás de las confesiones religiosas, la cristiana, y en la Argentina la católica, sea la que más explícitamente expresa su preocupación por los problemas sociales. Después vienen los debates sobre sus propuestas de soluciones y sus acciones concretas para ayudar a resolver esos dramas. Pero lo realmente preocupante es que, pasan los años, pasan los gobiernos (aunque en realidad no pasan las dirigencias porque en casi todos los ámbitos -incluidas las iglesias- los hombres y mujeres y sus respectivos nombres son mayormente los mismos) y los diagnósticos son iguales. O lo que es peor, valga la redundancia, suelen ser peores.
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