LAS FORTINERAS -Yayo Hourmilougue-

Adaptación Radial.

Fortinera, cuartelera o soldadera fue el nombre que se le dio a las mujeres que acompañaron la vida de los soldados durante las campañas al desierto, fueron miles, pero se recuerda a cuatro o cinco.

Junto a la india, la gaucha y la cautiva fueron las mujeres prototípicas que habitaron el “desierto pampeano del siglo XIX”. Era un apelativo que conjugaba sus características geográficas y la ausencia o escasa población “civilizada”, según el pensar de esa época.

El «desierto» durante gran parte del siglo XIX se iniciaba según la mayoría de los autores en el río Salado, pero con el transcurso de la centuria se fue corriendo por unas hileras de pobres fortines y, se prolongaba, interrumpida por algún manchón de población pionera, hasta los confines cordilleranos.

Todas estas mujeres tuvieron un denominador común, aportar sus esfuerzos, renunciamientos y sacrificios, compartir y hacer frente a la inmensidad inhóspita de las pampas, donde la vegetación era escasa, en consecuencia la sombra y la leña; el agua, un recurso casi sagrado; allí donde reinan vientos acaracolados que levantaban una constante polvareda y soles que marcan sus pieles. Cada una al lado de su hombre, sea criollo o indígena, simple gaucho o soldado, por voluntad u obligada, contribuirán a conformar los primeros centros urbanos e incorporar esa tierra, por siglos considerada botín de guerra, a la nueva patria que se estaba construyendo.

Cuando las leyes comenzaron a reclutar a los gauchos, para trabajar forzados para algún propietario designado por el Juez de Paz, o enviarlos al servicio militar en los fortines, por el cargo de vago y mal entretenido, la mujer criolla partió detrás de sus hombres, ya fueran marido o hijos, convirtiéndose en fortinera. Ella prefirió la vida en el cuartel que acompañarlo a trabajar obligado bajo un patrón de sol a sol, sin descanso alguno, charqui y tasajo como base de su alimento diario, que acompañaban con mate y tortas fritas, sirviendo ellas como sirvientas de los patrones y a veces sus hijas apenas adolescentes eran presa del patrón o de sus hijos.

Al comienzo esos fortines conformados por un perímetro de palo a pique, y rodeados de fosos secos, con un par de ranchos que actuaban como comandancia, arsenal y barracas, custodiados por los infaltables mangrullos, solo contaron con una tropa en su totalidad masculina, principalmente reclutada en forma arbitraria por una “Ley de Vagos” que castigaba la bohemia vida del gaucho.

Pero de a poco se fueron sumando algunas mujeres que ante la disyuntiva de hacer frente, solas,  a la desprotección en la que quedaban en aquellos míseros ranchos, prefirieron seguir a sus hombres, algunos maridos, otros hijos o hermanos.

Al comienzo el poder militar las aceptó de mala gana, y las destino a cocinar, lavar y remendar uniformes, curar enfermos, asistir a los bailes pero también a los velorios y rezar por el alma de los difuntos, entre otras tareas históricamente rotuladas como femeninas. Pero ante las condiciones desdichadas a las que se sometía a la tropa, cuando las deserciones comenzaron a diezmar el ejército improvisado, los mismos comandantes fueron dándole otro valor a “la chusma” que los seguía. Así calificaron al comienzo, a las mujeres y los niños, que los seguían desde las retaguardias, arriba de prominentes atados de cacharros y pilchas, recibiendo lo peor de la polvareda.

De a poco fueron ganándose ser consideradas parte de la tropa.

Otras veces las avanzadas sobre los toldos encontraban solo mujeres y niños, ya que los hombres diestros jinetes lograban escapar ante la entrada del huinca. Esta situación hizo que se le diera a elegir a las chinas unirse en cristiano matrimonio con los gaucho-soldados que llegaban, para evitar quedar como prisioneras, y así lo representó el escultor Lucio Morales Correa, en su «Cautiva al revés».

El Estado termina favoreciendo a estas “familias militares”, las provee de raciones en los campamentos, de caballos en caso de viaje y se encarga de la educación de los hijos. Es que se dieron cuenta que estas familias que se habían formado por mujeres corajudas que llevando en brazos aún a sus hijos lactantes y que les siguieron pariendo y cuidando la prole a aquellos gauchi-soldados, se habían constituido en el único sentido de lucha y regreso al fortín para aquellos verdaderos condenados, como dice Martín Fierro.

Se las llamó despectivamente “chinas”, “milicas”, “cuarteleras”, “fortineras” o “chusma”. Eran sí, mujeres humildes, en su mayoría indias, negras, pardas y mestizas, pocas fueron las blancas, obvio de baja extracción social, analfabetas, no educadas, pero siempre respetadas. Aunque en su paso al cuartel aquellas mujeres perdieron sus nombres originales, todas terminaron llevando sus apodos, como “La Siete ojos”, “La Mamboretà”, “La pocas pilchas”, “La Pasto Verde”, y “La Mamá Carmen” entre otras muchas.

Ahí iban ellas, detrás, a veces cantando melodías populares que se dejaban oír como ráfagas de alegría, mezcladas con el tintinear de los cacharros colgados de los flancos de aquellas cabalgaduras y el chillar de los niños.

Oscar Horacio Avila

Historias Perdidas de Buenos Aires

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